¿Por qué paso los años nuevos en soledad? Algunas ideas (Por Claudio Andrade)

1 de enero de 2025

Desde hace unos 10 años que paso mis navidades y años nuevos en soledad. Este 2024 de camino al 2025 será una excepción porque esperaré que se cumplan las 12 junto a uno de mis hijos adolescentes y mi hija de 24 años.

Como es obvio las fiestas no son lo mío. En la medida que me resulta posible opto por acostarme, escuchar entre sueños el sonido de los cohetes, las melodías de canciones que invitan al baile. Hacerme a la sola idea de brindar me cuesta mucho. Mirar a los ojos, regalar abrazos, desear suertes para almas ajenas. No. Supongo que ya tengo bastante con mis propios fantasmas.

Una navidad, recuerdo, la pasé con mi amiga Valeria Maida en General Roca (Río Negro). Vimos desde su balcón como un vecino comenzaba un incendio con unos juegos artificiales. La cosa no pasó a mayores, pero las llamas alcanzaron a iluminar la noche.

Hasta hace poco transcurría los fines de año en el departamento de mi pareja. Ella se iba con su familia para participar de un evento que involucraba familia y amigos, mientra yo me quedaba fumando junto a la ventana de su departamento en Recoleta.

No tengo nada en contra de las fiestas solo que no son lo mío. Soy un tipo oscuro. Un ave en sombras. Me alegra que otros se alegren, pero mi cabeza siempre se fuga hacia otros paisajes.

Siendo un niño observaba con admiración como mi familia Torres se reunía en una casa de Puerto Natales (extremo sur de Chile) en estas fechas. El vino, el vermú, el pisco sour, el cola de mono, recorrían lo ancho y largo de la propiedad iluminada especialmente con lámparas y otras luces que le otorgaban una nueva fisonomía.

Incluso antes de las 12 mi familia se abrazaba y hacían chistes unos a otros. A mis ojos eran miles, pero deben haber sido unas 30 personas encendidas por el alcohol y un particular sentido del humor.

Estaba la abuela Milagro, temida, el abuelo José, dueños de casa, sus hijos Elsa, Lila, Alfonso, Antonio y Carlos. En uno de los encuentros Alfonso comenzó a discutir con Antonio, dos tipos duros, recios, pero la Mila los abrazó y apagó la mecha. Carlos llevaba un estrafalario peinado que hacía pensar en una peluca pero a nadie parecía importarle. Estaban los tíos, los primos, los nietos. Cada cual dando testimonio de que la vida seguía adelante y así sería por mucho mucho tiempo.

A las 12 saltaban como cohetes. Se daban abrazos entre carcajadas deseándose un año mejor lo cual en aquellas gloriosas épocas era un deseo difícil de conseguir. En los 70 y en la Patagonia, uno no podía ilusionarse con que el año siguiente todo saldría mejor.

En algún momento mi abuelo Antonio dejó de formar parte de estas veladas. Se había quedado ciego y tuvo que dejar el campo donde trabajaba desde que tenía 11 años. No era por la ceguera que declinaba las invitaciones, es que, sencillamente, no quería ver a su familia ni a nadie en particular.

Creo que me sucede lo mismo. Me falta alegría en el tanque. No es culpa de nadie. Muchas de mis noches las ocupo cocinando para mis hijos si andan cerca. Son otras formas de festejo.

Mi padre huía del sur en verano, pero en más de una ocasión estuvimos juntos. Calentaba algo de salmón con papas los que acompañaba con una ensalada de palta y tomate. Todo comprado a alguien, él no era un buen cocinero como sí su padre que se había gastado la vida arriba de barcos pesqueros.

Comíamos en silencio, dejando sobre la mesa uno que otro adjetivo: “está bueno, ¿eh?”. En el fondo no había demasiado que agregar, mi padre padecía de una neurosis obsesiva grave y todos los años seguíamos el mismo ritual con la misma comida comprada a la misma persona.

Su soledad me aplastaba, me estrujaba como si yo fuera un flaco peleador lucha libre y la vida un portento dispuesto a caerme encima. Tal vez su soledad me persigue aun.

A las 12 se levantaba presuroso como si hubiera muchas personas a las que saludar y me daba un beso en la mejilla, a veces en la oreja. “Feliz año, papito”, me decía él a mi. “Que te vaya muy bien”, agregaba. Yo no decía nada, quizás “gracias”. Para entonces era un joven que vivía todo el año en Buenos Aires y trataba de ganarme unos pesos. Amaba y era amado, debo decir.

Algunos de esos fines de año partía a buscar a mis amigos del secundario que festejaban alegres junto a sus familias. En otras subía la escalera y me dormía. Ahora me parece raro. Todos aquellos que recuerdo con nitidez ya han muerto. No más años nuevos para ellos.

Pero yo sigo aquí. Pensándolos. Pensándome.

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