A un día de finalizada la elección presidencial de Brasil, con el triunfo del izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva, un preocupante mutismo se apoderó del comando del candidato perdedor, el derechista Jair Bolsonaro, quien prefirió iniciar sus últimos dos meses como mandatario de esa nación sin reconocer la derrota.
El regreso de Lula al poder ocurre en medio de los comicios más polarizados que se han registrado en la mayor democracia de América Latina, que en los últimos dos meses ha debido soportar la guerrilla verbal de dos enconados rivales que no trepidaron en acusarse mutuamente de brujería, canibalismo, corrupción y pederastia.
Al contrario de lo que ha sucedido en Europa, donde la extrema derecha ha ido conquistando posiciones, en este lado del mundo la aguja se ha movido en sentido inverso y el progresismo ha vuelto a ser una opción válida para las democracias de Colombia, Chile, Perú, Argentina y Bolivia.
Lo preocupante es que en ninguno de estos países los jefes de Estado en ejercicio han tenido el camino despejado para ejecutar sus programas, lo que sin duda ha ido acrecentando la sensación de inestabilidad en la región, que ya arrastraba los resabios de políticas neoliberales marcadas por la desigualdad, la corrupción, el inmovilismo y la inoperancia.
Al igual que Petro, Boric, Castillo, Fernández y Arce, Lula tampoco dispondrá de una mayoría parlamentaria que allane la introducción de las reformas que sus compatriotas demandaron primero en las calles y después en las urnas. Por el contrario, deberá consensuar cada una de las medidas que pretende implementar en Brasil, algunas de ellas con repercusión mundial, como es detener la sistemática depredación de la Amazonía, uno de los pulmones del planeta.
El estrecho triunfo obtenido este domingo por el exdirigente metalúrgico, por un poco menos de dos millones de votos, sumió en el silencio al ultraderechista exmilitar, quien al parecer seguirá el mal ejemplo del expresidente norteamericano Donald Trump, quien optó por abandonar la Casa Blanca por la puerta trasera antes de reconocer su derrota ante Joe Biden.
Lamentablemente, este tipo de tácticas totalitarias se ha ido consolidando y haciendo común en algunos países, lo cual repercute negativamente en la continuidad democrática y cubre con un manto de duda la legitimidad de los nuevos mandatarios.
A Bolsonaro le quedan dos meses en el poder (Lula debe asumir el 1 de enero próximo), tiempo más que suficiente para que rectifique su postura negacionista y enmiende el rumbo de una decisión que no solo lo deja mal parado a él, sino al país que dice amar por sobre cualquier otra consideración.
Al cierre de esta columna, su entorno político más cercano realizaba denodados esfuerzos para convencerlo de que ahora son oposición y deben construir desde esa base, pero la tozudez y egolatría que lo caracterizan se han impuesto una vez más sobre el sentido común.
La comunidad internacional mira con expectación -y no poca preocupación- el desenlace de esta historia, que probablemente no tendrá el final que soñó Bolsonaro, porque las Fuerzas Armadas brasileñas, con su disciplinado silencio, ratifican que respetarán el escrutinio dado a conocer por el Tribunal Superior Electoral.
La señal es más que clara, espacio para aventuras golpistas no hay en este lado del continente, menos para mantener indefinidamente “o silêncio mais grande do mundo”.