La salud quebrantada [Por José Benítez Mosqueira]

9 de mayo de 2022

Camino por mi barrio y disfruto con el sonido de las hojas que caen de los añosos plátanos orientales, olmos y encinas.

En otoño, en un dos por tres, el viento arma y desarma las alfombras crujientes que se forman en las veredas.

Me gusta observar cómo marcan el ciclo incesante de la vida.

En mi recorrido acostumbro pasar por el antiguo Pedagógico de la Universidad de Chile, conocido popularmente como Peda y rebautizado por la dictadura como Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.

Sus estudiantes han sido históricamente inquietos y combativos. No solo ahora, siempre.

En sus aulas se formaron reconocidos intelectuales que contribuyeron con su obra al acervo cultural de Chile, como el Premio Nobel Pablo Neruda, el expresidente Pedro Aguirre Cerda, los historiadores Sergio Villalobos y Julio Retamal, los escritores Poli Délano, Ariel Dorfman y Antonio Skármeta. También los integrantes de Quilapayún.

La lista es extensa y variada, incluso sin nombrar a las profesoras y profesores de educación media que egresan cada año.

Hace unos días detuve mi rutinaria marcha para leer unos improvisados letreros que colgaban de las rejas.

Llamó especialmente mi atención el que denunciaba el suicidio de un estudiante de Música, que no soportó el peso de la depresión que lo agobiaba.

Más allá, a un costado de la entrada principal del recinto, el autor de los carteles permanecía encadenado a los fierros para denunciar el trágico hecho y sensibilizar a la ciudadanía respecto de esta otra pandemia, la de la salud mental de los chilenos y chilenas.

Bajo un toldo que instalaron sus solidarios compañeros, el joven permaneció día y noche, durante una semana, visibilizando la problemática surgida por el escaso o nulo acceso que tienen los universitarios a la atención siquiátrica o sicológica en el sistema público de salud.

La mayoría de ellos y ellas provienen de los grupos socioeconómicos más vulnerables de nuestra sociedad y no disponen del dinero para pagar a un especialista privado, mucho menos para cubrir los costosos y largos tratamientos.

Tampoco pueden recurrir a la red pública de salud, porque está colapsada o simplemente no cuenta con los profesionales para atender esas dolencias.

Hemos sido testigos, desde marzo pasado, cuando se reiniciaron las clases presenciales, de una seguidilla de violentos hechos protagonizados por niños, adolescentes y jóvenes mientras permanecían en los establecimientos educacionales.

El Colegio de Profesores alertó en abril a las autoridades del Ministerio de Educación sobre lo que estaba ocurriendo en liceos  y escuelas, y les pidió intervenir más profundamente en las graves situaciones de salud mental que aquejan a las niñas y niños.

A quienes les parezca que se está exagerando en el diagnóstico y que los muchachos son todos flojos, les recuerdo que la Organización Panamericana de la Salud advirtió hace menos de un mes que estamos en presencia de “una pandemia de salud mental en marcha en el continente debido al aumento de casos de depresión y ansiedad por el COVID-19 e instó a reforzar los sistemas de atención en ese campo”.

Tengo absolutamente claro que en nuestro país las necesidades de la población son múltiples y los recursos escasos, pero es de vida o muerte atender los requerimientos de atención pública y de calidad en salud mental.

No hacerlo ahora es exponer a los niños, adolescentes y jóvenes a un futuro miserable, que frenará sus posibilidades de desarrollarse emocionalmente sanos y limitará su potencial intelectual.

No queremos lamentar más muertes, ni ver a los estudiantes manifestándose en las calles por las condiciones mínimas que debe proveer el Estado en salud y educación.

Escrito por: José Benítez Mosqueira, periodista.