Indignados [Por José Benítez Mosqueira]

25 de abril de 2022

Evito con fuerza y convicción los centros comerciales y supermercados.

Me alejo de sus marquesinas luminosas, puertas automáticas, huinchas transportadoras y escaleras mecánicas.

No vitrineo ni disfruto en sus claustrofóbicos pasillos.

Entro y salgo rápidamente.

Mi aversión a los malls es permanente.

Prefiero los antiguos almacenes, siempre bien surtidos y atendidos con amabilidad.

Ahí, escuchando a los vecinos y vecinas, me entero de las últimas novedades del barrio, de los robos, portonazos y del clima de inseguridad en que vivimos.

También hablamos de los precios y de lo cara que está la vida.

Una señora comenta que en Coquimbo le tiraron una piedra al presidente, quien se salvó por centímetros de recibir el proyectil.

Un muchacho escucha el relato y esboza una enigmática sonrisa.

Después de ser atendidos, todos suspiramos cuando nos pasan la cuenta.

Un cuartito de esto, tres rebanadas de esto otro, un par de panes y sería.

No da para más.

Abrimos billeteras y chaucheras, pagamos calladitos y nos retiramos en silencio.

Los rostros compungidos son la señal más clara de que las cosas no están nada bien.

La semana pasada un trabajador inmigrante fue agredido verbal y físicamente por un airado cliente que no aceptó que le pidieran dejar afuera del local a su perra.

Lamentablemente, los ataques xenófobos se han vuelto cada vez más recurrentes y son el reflejo de una sociedad enferma, desesperanzada y asfixiada por un sistema que pone trabas al desarrollo de las personas, que imposibilita que hagan realidad sus sueños y facilita que vuelquen su frustración en los más débiles.

La incapacidad de canalizar de buena forma su descontento las hace responder de la peor manera cuando se sienten amenazadas, cuando aparece la gota que termina por rebalsar el vaso.

En la calle, la micro, la universidad, la oficina, el aire está enrarecido.

Hoy por hoy, el escenario mundial es inestable y poco promisorio.

Lo que viene se huele a kilómetros, la pandemia y el encierro solo pusieron una pausa a las demandas de la revuelta social de 2019.

La indignación que originó el estallido permanece intacta, las carencias y desigualdades continúan ahí.

Nada ha cambiado.

Trato de no escuchar las voces apocalípticas que pregonan el fin de los tiempos.

Busco explicaciones, análisis, argumentos y experiencia comparada.

Salvo los artilugios tecnológicos, descubro que nuestro siglo no es tan distinto a otros, que la angustia existencial es parte de la humanidad y un motor para generar cambios profundos.

Releo “¡Indígnate!” (2010), el manifiesto de Stéphane Hessel que alineó a decenas de movimientos en la lucha contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica.

Rescato uno de sus diagnósticos para la enfermedad que nos aqueja como sociedad y el remedio para combatirla: “Es un mundo vasto, y nos damos cuenta de que es interdependiente. Vivimos en una interconectividad como no ha existido jamás. Pero en este mundo hay cosas insoportables. Para verlo, debemos observar bien, buscar. Yo les digo a los jóvenes: busquen un poco, encontrarán. La peor actitud es la indiferencia, decir ‘paso de todo, ya me las arreglo’. Si se comportan así, perderán uno de los componentes esenciales que forman al hombre: la facultad de indignación y el compromiso que la sigue”.

Estoy de acuerdo con Hessel, sobran los motivos para continuar indignados: los abusos de los poderosos, la dictadura de los mercados, el maltrato a los inmigrantes y minorías étnicas, la desidia de las autoridades, la hambruna mundial, la desesperanza, el individualismo, el “sálvate como puedas”.

No le tema a la indignación, es un buen comienzo para mejorar algunas cosas que no están bien. 

Escrito por: José Benítez Mosqueira, periodista.