Eran los años tristes de la dictadura que se negaba a marcharse, a dejarnos al fin solos. Solos de la violencia y el hastío. Entonces llegó Rafaella Carrá a Chile. Ella y su inagotable, incombustible cuerpo de bailarines hipersexualizados.
Fue en 1982. En Viña del Mar.
Raffaella fue la estrella fugaz y voluptuosa que nos iluminó a todos los que vivíamos apretados entre la Cordillera y el mar. Niños, adultos, abuelos. Explotó en las pupilas como un ácido permitido.
Nunca nadie le cantó tan bien al sur como ella. Y el sur éramos nosotros.
“¡Para hacer bien el amor hay que venir al sur!”, cantó, interpretó y pensamos que nos hablaba a todos sus habitantes.
¿Qué más al sur que Chile? ¿Quién podía amarla más?
Imaginamos que esa italiana menuda y curvilínea nos iba a amar a todos con pasión italiana.
Amar como en las canciones, como en las películas, como en los festines de Shaskespeare, como se ama hoy y ayer en las telenovelas turcas.
Desproporcionadamente. Irrealmente. Tontamente y a locas.
Si ella no alcanzaba a regalarnos un minuto de sus besos, el flash de su pelo Marilyn, la cumbre de su humanidad hecha de sangre y nervios, pues, allí estaban sus bailarines todo terreno.
Esos chicos de nalgas de fierro y cabellos cortos. La avanzada gay en una Sudamérica no demasiado homosexual. Donde las puertas de los closet ni siquiera se estaban desplegando.
En Viña del Mar corrió el rumor de que los muchachos tenían diesel en las venas. Uno de ellos, cuenta la leyenda, bailó durante toda la madrugada en una discoteca de la Ciudad Jardín y de allí al ensayo, y de ahí mismito al show. Sin escalas. Sin tiempo. Sin más dios que Dioniso.
El suelo acristalado de Viña del Mar los volvía locos a esa troupe de marineros desbocados. No podían bailar como querían.
Pero indeclinables le tiraban gaseosa, aserrín y quién sabe qué más al suelo resbaladizo. Igual caían en batalla. Aunque cada precipitación era una objeto dorado. Un reconocimiento al valor. Entonces los admiramos más. Mucho más. Tanto más.
Que lindos chicos sin vello pero bellos.
Carrá no bajó los brazos tampoco. Su show fue brutal. Perfecto. Desquiciado.
Nunca dejó de sonar en nuestros oídos a partir de entonces. Su boca como un abismo nunca dejó de seducirnos.
¿78? ¿Tenía 78 años? Cómo pasa el tiempo. Cómo vuela el presente para convertirse en un recuerdo.
Como Brigitte Bardot, como Nina Simone, como Madonna, Raffaela, por suerte, por mérito propio, no murió, no morirá jamás.
Nos nos abandonará sin cantarnos sin amarnos, aquí, como se merece, en el sur.