Haruki Murakami: «El Año del Spaghetti»

31 de mayo de 2021
Un relato del gran escritor japonés autor de "After Dark", "Tokio Blues", "Crónica del pájaro que da cuerda al mundo", entre otras obras maestras. El relato "El Año del Spachetti", apareció en la legendaria revista norteamericana "The New Yorker" en 2005. Después fue publicado en el libro "Sauce ciego, mujer dormida".

El relato en «The New Yorker».

Por Haruki Murakami

1971 fue el Año del Spaghetti.
En 1971, yo cocinaba spaghetti para vivir y vivía para cocinar spaghetti. El vapor creciendo desde las ollas, eran mi orgullo y mi goce, la salsa de tomate burbujeando en la cacerola, la gran esperanza de mi vida.
Fui a un negocio especializado en cocina y compré un cronómetro y una enorme olla de aluminio lo suficientemente grande como para bañar a un pastor alemán dentro, luego fui a todos los supermercados que proveían a los extranjeros de variadas especias de extraña pronunciación. Conseguí un libro de cocina dedicado a pastas en la librería y compré tomates por docenas. Me aprovisioné de todas las marcas de spaghetti que pudieron sostener mis manos y cociné cada salsa conocida por el hombre. Delgadas capas de ajo, cebolla y aceite de oliva lanzado al aire, formaban luego una armoniosa nube que penetrada cada esquina de mi pequeño departamento, impregnando el piso, el techo y las paredes, mis ropas, mis libros, mis discos, mis raquetas de tenis, mis fardos de viejas cartas. Era una fragancia que se podría haber olfateado en los antiguos acueductos romanos.
Esta es la historia ocurrida el año del Spaghetti, 1971 A.D.
Por regla, cocinaba el spaghetti y, yo mismo, lo comía. Estaba convencido de que el spaghetti era un plato que se disfrutaba mejor en soledad. No puedo explicar porque sentía esto pero así eran las cosas.
Siempre tomaba té con mi spaghetti y lo acompañaba con una simple ensalada de lechuga y pepino. Por supuesto que yo tenía una gran cantidad de ambos. Colocaba cada cosa ordenadamente sobre la mesa y disfrutaba de una tranquila comida, dándole una hojeada al periódico. De domingo a sábado, un Día del Spaghetti seguía al otro. Y cada nuevo domingo comenzaba una semana dedicaba a una nueva marca de spaghetti.
Cada vez que me sentaba frente a un plato de spaghetti -especialmente en una tarde lluviosa- tenía la clara sensación de que alguien estaba por tocar a mi puerta. La persona que yo imaginaba iba a visitarme era siempre distinta. A veces era un extraño, a veces alguien que conocía. Una vez fue una chica de piernas delgadas con quien había salido en la secundaria, en otra, era yo mismo, el de unos años atrás, quien había venido a visitarme. En otra oportunidad, fue William Holden con Jennifer Jones del brazo.
¿William Holden?
Sin embargo, ninguna de esas personas se aventuró en el interior de mi departamento. Todos permanecieron del otro lado de la puerta, sin golpear, como fragmentos de la memoria, y luego se marcharon sigilosamente.
Primavera, verano, y otoño, cocinaba y cocinaba, como si cocinar spaghetti fuera un acto de venganza. Como una chica solitaria, a la que dejaron plantada, arrojando viejas cartas de amor al fuego, yo echaba una mano de spaghetti detrás de la otra dentro de la olla.
Tomaba las pisoteadas sombras del tiempo, las amasaba con la forma de un pastor alemán, las echaba en el agua hirviendo, y las espolvoreaba con sal. Luego permanecía atento a la olla, con palillos extra grandes en la mano, hasta que el cronómetro daba su quejumbrosa nota.
Los spaghetti son un grupo astuto y no podía dejarlos fuera de mi vista. Si les hubiera dado la espalda, podrían haberse deslizado fuera de la olla y desaparecer en la noche. La noche prepara una silenciosa emboscada con la que esperara atrapar a los spaguettis pródigos.
Spaghetti a la parmigiana
Spaghetti al cartoccio
Spaghetti aglio e olio
Spaghetti alla carbonara
Spaghetti Della pina
Y luego, también, el lamentable, inconfesable spaghetti sobrante echado con descuido a la heladera.
Nacidos al calor los spaghetti surcaban el río de 1971 y desaparecían.
Lloro todo por ellos, todos los spaghetti de 1971.
Cuando el teléfono sonó a las 3 PM yo estaba despatarrado sobe el tatami. Miraba el techo.
Un claro de luz invernal se había formado en el lugar donde estaba acostado. Como una mosca muerta permanecía ahí, distraído, bajo un foco de diciembre.
Al principio, no reconocí el sonido del teléfono. Era más como un trozo de memoria desconocido que aun tenía la indecisión de colarse por entre las capas del aire. Finalmente comenzó a tomar forma, hasta que el ring del teléfono se volvió inconfundible. Era un ring cien por ciento real en la indiscutible realidad del aire.
Todavía recostado, alcancé el teléfono y levanté el tubo.
Del otro lado estaba una chica, una chica tan indistinta que bien podría haber desaparecido completamente. Era la ex novia de un amigo mío. Algo había pasado entre ellos, este tipo y esta indistinta chica, que los había llevado a romper. Yo, lo admito, había jugado con reticencia un rol en el inicio de su relación.
“Lamento molestarte”, ella dijo, “Pero ¿sabes donde está él ahora?
Mis ojos corrieron a lo largo del cable del teléfono. El cable estaba conectado, podía asegurarlo. Dirigí una vaga respuesta. Había algo siniestro en la voz de la chica, y cualquiera fuera el problema que se estaba fraguando yo no quería estar envuelto.
“Nadie me dice donde está él”, me dijo en un tono frío. “Todo el mundo pretende ignorar su paradero. Pero hay algo importante que tengo que decirle, por favor, dime donde está y te prometo que no te meteré en nada de esto. ¿Dónde está?”.
“Honestamente no lo sé”, le dije. “No lo he visto por un largo tiempo”. Mi voz sonó como si no fuera mía. Estaba diciéndole la verdad sobre que no lo había visto hace rato pero no acerca de la otra parte, yo sabía su dirección y su número de teléfono. Cada vez que digo una mentira algo raro le pasa a mi voz.
No hubo comentarios por parte de ella.
El teléfono era como una columna de hielo.
Luego todos los objetos que tenía alrededor se convirtieron en columnas de hielo, como si estuviera dentro de una historia de ciencia ficción de J.G.Ballard.
“De verdad no sé”, repetí. “Nos alejamos hace ya bastante sin decir una palabra”.
La chica se rió. “No me tomes por tonta. El no es así de listo. Estamos hablando de un tipo que tiene que hacer un montón de ruido no importa lo que haga”.
Ella tenía razón. El tipo realmente tenía pocas luces.
Pero yo no iba a decirle donde ubicarlo. Hacía eso, y el próximo en el teléfono habría sido él, regañándome. Iba a terminar metido en los problemas de otras personas. Ya había cavado un pozo en el patio trasero y enterrado todo lo que necesitaba enterrar. Nadie iba a desenterrarlo nuevamente.
“Lo siento”, dije.
“Yo no te gusto ¿no es así?”, dijo ella repentinamente.
No sabía que decir. No sentía una particular antipatía por ella. Ni siquiera tenía una verdadera impresión. Es duro tener una mala impresión de alguien de quien uno no tiene ninguna impresión.
“Lo siento pero estoy cocinando spaghetti en este momento”
“¿Lo siento?”
“Dije que estoy cocinando spaghetti”, mentí. No tenía idea de porque había dicho eso. Pero la mentira se había transformado en parte de mí de tal forma que al menos en ese momento no lo sentí como una mentira.
Fui y llene un imaginaria olla con imaginaria agua, prendí una imaginaria cocina con un imaginario fósforo.
“¿Y”, preguntó ella.
Y espolvoree imaginaria sal en el agua hirviendo. Poco a poco deslicé un imaginario puñado de spaghettis en la imaginaria olla, y coloqué el imaginario cronómetro en ocho minutos.
“Y…no puedo hablar. El spaghetti se va a pasar”.
Ella no dijo nada.
“Lo siento mucho pero cocinar spaghetti es una operación delicada”.
La chica permaneció en silencio. El teléfono en mi mano comenzó a congelarse otra vez.
“¡Podrías volver a llamarme?”, agregué apresurado.
“¿Porque estás cocinando spaghettis?”, preguntó.
“Si”.
“¿Estás cocinando para alguien más o vas comértelos solo?”.
“Me los comeré solo”.
Ella mantuvo la respiración por un largo rato, luego lentamente exhaló. “No hay manera de que lo supieras pero estoy en problemas realmente. No sé que hacer”.
“Lo siento, no puedo ayudarte, le dije.
“Hay dinero involucrado, también”.
“Entiendo”.
“El me debe dinero”, ella dijo. “Le presté dinero. No debería haberlo hecho pero lo hice”.
Permanecí en silencio por un minuto con mis pensamientos dirigiéndose hacia los spaghetti. “Lo siento”, le dije. “Pero tengo unos spaguettis para cocinar, de modo que…”
Ella emitió una risa lánguida. “Adiós”, dijo. “Saluda a tus spaguettis de mi parte. Y espero que te salgan bien”.
Pensar sobre spaguettis que bullen eternamente pero nunca están listos es triste, un asunto triste.
Ahora lamento un poco no haberle dicho nada a la chica. Tal vez debería haberlo hecho. Quiero decir, ella no tenía mucho de qué aferrarse: el cascaron vacío de un tipo con pretensiones artísticas, un gran conversador en quien nadie confiaba. Sonaba como si realmente estuviera apretada por el dinero, y, no importa cual sea la situación, uno debe devolver el dinero que pidió prestado.
A veces me pregunto que habrá pasado con la chica, este pensamiento aparece por lo general cuando estoy frente a un humeante plato de spaghetti. Después de que ella colgó el teléfono, ¿desapareció para siempre chupada por las sombras de las cuatro de la tarde? ¿Era yo en parte culpable de eso?
Sin embargo, Quiero que entiendan mi posición. En aquella época no quería estar envuelto con nadie. Por ese motivo me mantuve cocinando spaghettis, todo para mi. En esa enorme olla lo suficientemente enorme para contener un a pastor alemán.

Una lectura en inglés del relato de Murakami.


Fuente: The New Yorker

Traducción: Claudio Andrade

Escrito por: Redacción Zona Zero