No recuerdo a los hombres de mi familia siendo especialmente afectuosos con sus parejas. Mi abuelo Antonio, cuando quería elogiar a su esposa, Julia, decía de ella: “en el campo era muy buena cocinera, todos se la querían llevar”. Mi padre no guardaba elogios para mi madre. Intento encontrar algo, una palabra amable en el baúl de los objetos perdidos, pero nada. Estaba demasiado ocupado en sí mismo, supongo.
Imagino que la quería, pero en su corazón, o en su mente, no había espacio para mucho más que él.
Me tuvieron. Si. No estoy seguro de que eso signifique que alguna vez hubo amor. Mi abuelo tuvo dos hijas y un hijo y el romanticismo no le sobraba. Aunque era gracioso y sabio y divertido y alegre. Mi abuela Julia sólo era sabia. Con eso le alcanzaba.
Además decía tener comunicación con la virgen. Nunca lo puse en duda.
Vivimos todos juntos en el campo durante años, sin embargo, Antonio, lo tenía en sus venas. A los 11 ya andaba en las estancias del sur. Desconozco cuándo o cómo conoció a Julia.
Entiendo que cuando mi padre cortejaba o se acercó a mi madre, a Antonio le pareció bien. Nino era un hombre culto, profesor de literatura, serio. Su locura no era una mancha en el currículum a ojos de mi abuelo.
En época de estudios pasábamos 4 meses en el campo y 8 meses en el pueblo. 3 meses de verano y 1 mes de invierno. Mi padre nos visitaba algún fin de semana. Montaba a caballo. Se tiraba a un pozo de agua fría y potable. Se reía como un desquiciado. Era libre y salvaje.
Transcurrimos inviernos brutales. Comimos ovejas y sopa de verduras cocinada por las manos pequeñas de Julia. Anduvimos a caballo, jugábamos con perros. Trabajamos. El cielo era infinito, cruzado por gruesas nubes de algodón.
Mi abuelo se quedó ciego y en tropilla no fuimos a vivir al pueblo. Compró dos casas, un pequeño auto y puso en una de ellas una residencial para profesores y viajantes de comercio. Siempre vivieron de eso él y Julia. El limpiaba. Ella cocinaba. Ella intentaba ver alguna novela y leía la mayor parte del tiempo que le era propio. Mi abuelo conversaba con gentes de lo más variadas.
Mi padres al mismo tiempo se peleaban en una casa de dos pisos. Luchas interminables que arreciaban por las noches. Oscuridad y vacío. Al final no quedó más que eso.
Pasaron más inviernos y el cielo se hizo aun más grande. Hubo llantos. Quejas. Incomodidades. Resignaciones. Épocas sin dinero. Con poca comida. Con pocas esperanzas.
Y mi padre enfermó y encontró a alguien más e ignoro también si sintió amor. El decía cosas que yo no podía traducir entonces y tampoco ahora. Se volvió más frágil de lo que nunca fue.
Mi madre insistió con sus negocios. Una nueva pareja. Tuvo un hijo, tuve mi hermano.
Pero debí marcharme como tantos. A otros cielos de color gris.
Se compraron vehículos. Libros. Algo de ropa. Aprendí a cocinar. A cocinar bien. El tiempo fue un diluvio y cuando terminó éramos todos más viejos.
Sé que amo y he amado. Intensamente. Locamente. Estoy rodeado de personas que se brindan en gestos. En pruebas de amor. Pero hablo de un continente nuevo. Esto es nuevo. Otro capítulo y otra historia. Yo no soy salvaje ni me río demasiado.
El pasado, aquel pasado todavía es una incógnita. ¿Se amaron todos esos protagonistas que tejieron los hilos de mi vida? ¿Buscaban el corazón del otro cuando apuraban un beso? ¿Se querían de corazón? Corazones desnudos. ¿Habrían muerto el uno por el otro?
No sospecho nada. Son dudas en el círculo que provocan las palabras.
Dudas de San Valentín.