En Chile cabemos todos [Columna de José Benítez Mosqueira]

3 de octubre de 2021

La migración forzada no es un acto voluntario ni deseado. Dejar la tierra natal para marchar a un destino incierto, es siempre una decisión dolorosa.

En el segundo fin de semana en que la ultraderecha chovinista sale a las calles a manifestarse en contra de la migración, solo cabe esperar que el gobierno -o lo que queda de él- implemente medidas integradoras y no siga enviando mensajes xenófobos.

Nuestro país hace muchos años dejó de ser una isla en la mente de la mayoría de las personas, seguir pensando de esa manera, en nada contribuye a sentirnos parte de un mismo mundo, de una misma especie, que salvo pequeños matices culturales, solo desea una vida digna para poder desarrollarse.

Presumir a priori que quienes se desplazan de un territorio a otro son malos y peligrosos es reduccionismo, un ejercicio mental muy básico, que en nada contribuye a una reflexión serena que  permita mirarnos de frente, sin prejuicios ni odiosidades.

Aún no es tarde para entender que nadie quiere quitarle su trabajo ni imponerle formas de vida invasivas e intolerantes. Por el contrario, quieren aportar con su experiencia a este Chile que crece y cambia.

En ese camino, la memoria de los pueblos suele ser cortoplacista y esconder en intrincados vericuetos lo que les avergüenza, condenándolos a repetir la historia, una y otra vez, cuando lo verdaderamente sanador es enfrentar los miedos y aprender de ellos.

Chile está plagado de momentos de prejuicio e intolerancia por razones étnicas, religiosas, políticas, sexuales, sociales, económicas o de otro tipo.

La mayoría de las veces el resultado ha sido devastador y ha cobrado un precio altísimo, las vidas de las personas que osaron traspasar las fronteras físicas y mentales de quienes se oponen a los cambios.

Conocí las vicisitudes de los refugiados de la Guerra Civil  española contadas en primera persona por aquellos que las sufrieron a fines de la década de los años 30 del siglo pasado.

La sociedad chilena se dividió por la llegada de los refugiados españoles. Lentamente, ellos fueron demostrando que Pablo Neruda y Pedro Aguirre Cerda no se equivocaron al traerlos.

Uno de ellos recordaba el resquemor que había en aquella época, “en el colegio me gritaban eres un despatriado, te echaron de tu patria. Había mucha discriminación”.

Otro, relataba que a sus cinco años debió viajar de día y de noche junto a su madre y cuatro hermanos hacia Francia. En el camino murió el menor, “tenía menos de un año, nos faltó leche para alimentarlo”.

Ninguna de esas historias es distinta a la que narran hoy los migrantes venezolanos, dominicanos, haitianos y colombianos, quienes caminan por el inclemente desierto nortino y muchas veces son víctimas de las mafias de trata de personas.

Acerca de esa realidad, algunos sostienen, entre otros el sacerdote jesuita Felipe Berríos, que “en Chile los migrantes son marginados no porque sean extranjeros, sino porque son pobres”.

Su juicio descarnado nace del conocimiento profundo que ha adquirido en los últimos siete años que ha vivido en el campamento antofagastino Luz Divina, donde habitan 260 familias, un tercio de ellas de origen colombiano, un tercio de origen peruano y un tercio de origen boliviano.

En una entrevista publicada el viernes pasado en el diario El País, sentenció que un elemento sustancial de la crisis humanitaria de los inmigrantes en el norte se explica por el centralismo, “porque lo que no ocurre en Santiago, no existe”. Y responsabilizó directamente al gobierno de Piñera, “que ha sido ineficiente e indolente ante esta situación”.

En tanto, los noticiarios de televisión muestran las feroces imágenes de grupos de haitianos tratando de ingresar a Estados Unidos luego de huir de Chile, donde no se supo acogerlos o simplemente no se quiso.

Escrito por: José Benítez Mosqueira, periodista.