Desafinados [Por José Benítez Mosqueira]

5 de julio de 2022

Leo con enojo y algo de espanto el proyecto de ley ingresado al Congreso por dos diputados y una diputada, que tiene como objetivo -según ellos y ella- “proteger a los niños desde pequeñitos de que se nutran de ciertas canciones o medios audiovisuales que los insten a consumir drogas o a portar armas al igual como se hace con el alcohol”.

Cada vez que me entero de la existencia de este tipo de iniciativas, no puedo dejar de sentir que estamos involucionando, que algunos políticos aún no entienden a cabalidad el alcance de la misión que les fue encomendada por sus electores y que continúan legislando con los ojos puestos en el impacto que producirán en las redes sociales y medios de comunicación.

Se equivocan los representantes Ximena Ossandón, José Miguel Castro y Tomás Lagomarsino cuando creen que atacando al mensajero erradicarán de nuestra sociedad el consumo de drogas y porte de armas, sin apuntar a las raíces profundas que sostienen en el tiempo estas lacras que corroen el entramado social.

En la pirámide de responsables de que los niños, niñas y adolescentes demanden y consuman sustancias enervantes, las expresiones artísticas y sus cultores no aparecen con tanta nitidez, como sí lo hacen el abandono, la pobreza, la falta de oportunidades, el desamor y la desesperanza.

En la historia de la humanidad abundan los episodios de censura artística disfrazados de remedio de los males del mundo, cuando en realidad lo que se busca es imponer por la fuerza modos de vida personales a otros, con la aplicación de medidas antojadizas, persecuciones y la consiguiente rebeldía de los grupos afectados por esas arbitrariedades.

Es sabido que durante la dictadura de Pinochet y sus secuaces los artistas sufrieron los embates de la represión por denunciar a través de sus canciones los horrores que se cometían a diario en las mazmorras del régimen y que muchos desconocían y negaban.

A mi entender, la molestia de los parlamentarios autores del proyecto que pretende prohibir la difusión de la música de Marcianeke, Pailita y otros en los colegios, desvía el foco hacia un aspecto que es accesorio a la búsqueda de una solución eficaz al problema de las drogas y armas.

Con la distancia que nos regala el tiempo al revisar hechos similares ocurridos en otras épocas, da vergüenza recordar el revuelo que produjo en los años cincuenta la irrupción del estilo desenfadado y sensual de interpretación de Elvis Presley, quien fue tachado de inmoral y sus actuaciones calificadas de provocativas, por lo que se decidió que las cámaras solo lo tomaran de la cintura para arriba.

Décadas después, el 28 de julio de 1992, Iron Maiden tocaría por primera vez en Chile, pero un mes antes se desató la polémica por rayados que afectaron a un par de criptas en el cementerio de Playa Ancha en Valparaíso, lo que llevó a que el obispo auxiliar de esa diócesis, monseñor Francisco Prado, declarara a la prensa que se trataba de “influencias nefastas de diversas sectas cultoras del satanismo, lo que hacía peligrar seriamente la estabilidad de la familia” y lo vinculó con el anunciado recital de la banda metalera.

El epílogo es oprobioso, Iron Maiden no pudo hacer su show en nuestro país y el gobierno conservador británico de John Major manifestó que les parecía insólita la censura de carácter “medieval” que existía en Chile.

Suma y sigue, hace un par de semanas catorce países de Oriente Medio y Asia prohibieron la exhibición de la película Lightyear, el más reciente estreno de Disney-Pixar, por contener una escena de beso entre personas de igual sexo.

Sin duda, lo ocurrido criminaliza las manifestaciones de amor de las diversidades sexuales y constituye un acto de censura inaceptable.

La moraleja es clara: amordazar a los artistas y sus expresiones provoca un efecto contrario al que se busca, por lo que recomiendo a los diputados Ossandón, Castro y Lagomarsino no seguir desafinando y enfrentar de otra manera la protección de los niños, niñas y adolescentes frente al flagelo de las drogas y las armas.        

Escrito por: José Benítez Mosqueira, periodista.