Eran los inviernos de la madera y las huinchas de lata. Las mismas con que se cosían los gruesos hules de los pisos en Magallanes. El invierno había llegado por fin cuando nos sentíamos capaces de tirarnos por el cerro de la Chorrillos como cohetes con esos instrumentos armados a las apuradas en nuestro patio. Los llamábamos trineos pero su variedad y fragilidad hacía pensar que quizás algo de su estructura se nos había escapado en el camino que va del imaginar al hacer.
Por supuesto, había ingenieros autóctonos en esta materia. Cada jornada aparecía alguien con un portaaviones de diseño profesional. Los soportes de hierro, alto como el carro volador del Viejo Pascuero, asiento de madera, cubierto por una piel de lana que una vez perteneció a una oveja patagónica. Y ese si que avanzaba cerro abajo con uno o mejor con tres encima que intentaban a su modo quebrar algún récord de velocidad.
La nieve caía sin hipocresías en esos inviernos de hace 50 años. Nuestras cejas, nuestros párpados se atosigaban con la textura delicada que venía gratis del cielo. Nadie esperaba el verano. No había una buena temporada por venir. Eso lo inventaron después.
La mayor parte del invierno permanecíamos incomunicados. Un viaje normal a Punta Arenas, en condiciones climáticas pasables, demoraba 5 horas y algo más también. En invierno estas travesías se volvían épicas.
Medio siglo atrás. Por las calles todavía se escuchaba el canto de los vendedores de pescados y mariscos. Mi abuelo José a sus 70 y largos se ocupaba de tres o cuatro patios donde cultivaba papas. Las carretas como las que él manejaba, eran metáforas de los camiones que no abundaban en calles sin pavimentar. Un transporte de lo más cotidiano. Algunos carreteros llevan sus perros que ladraban a los vecinos desde su pedestal.
Recuerdo muchas sonrisas en esta época helada, también soledad. Nacíamos en el hospital local de parto natural y comenzábamos a adentrarnos en el frío. Un amigo. Un aliado. Un elemento de nuestro ADN.
En la adolescencia solíamos decir que la mejor temporada del año era justamente el invierno bajo cero. No nos atemorizaba el temporal, al contrario, nos empujaba en la búsqueda de experiencias que debíamos elaborar por la propia mano. Dibujar en la textura de la nada.
Puerto Natales se nutría de la vida campera, los trabajadores de la mina, los pescadores y los lugares “para tomar”. Levantar una copa para los parroquianos significaba abrir la puerta de una nueva dimensión donde el alma se calentaba a fuego lento.
De los gobiernos teníamos pocas noticias y nosotros tampoco parecíamos necesitar demasiado. La humildad nos acunaba.
Pero los inviernos. Las guerras de bolas de nieve, los muñecos y sus palos por nariz, las caídas, el aire fresco atravesando los pulmones. En aquel breve momento en que nos convertíamos en una fantasía éramos inocentes de casi todo. Niños. El tiempo fluía sin enterarnos. Como el frío que atravesaba la ropa, que escarchaba el pelo en las mañanas en que íbamos al liceo, que congelaba las manos que se escondían en los bolsillos.
Nuestros inviernos no eran sinónimo de deporte, ni de chaquetas caras. El invierno se traducía en juego, en el desafío de la escarcha, en cielo azules que se expandían infinitos.