A 50 años, del año que nos cambió la vida… El crudo y emocionante testimonio de Lidia Amarales

5 de septiembre de 2023


18 Agosto 2023
Fui la hija mayor del matrimonio de mis padres Jorge, médico obstetra, y Lidia profesora de
matemáticas y física, ambos magallánicos, de adopción y de nacimiento respectivamente.
Mi padre, hijo de un suboficial de la armada y de madre matrona, que había estudiado
siendo ya adulta y con sus todos sus hijos nacidos, (5), para salir de la precariedad y la
inseguridad que resultaba de estar casada con un marino siempre embarcado. Mi madre,
hija de un trabajador de estancia y de una madre inmigrante croata -la verdad, llegó como
austríaca, luego fue yugoeslava y finalmente croata-, con solo cursos primarios incompletos.
Ambos fueron alumnos en los Liceos de Hombres y Niñas respectivamente de Punta Arenas,
y en los años 40 partieron a Santiago a estudiar sus respectivas carreras a la Universidad de
Chile. Este gran sacrificio familiar se hizo porque era la única posibilidad de ser profesional,
y tanto sus padres como ellos estaban convencidos que en la Universidad y en los estudios
encontrarían la manera de acceder a mejores condiciones de vida.
El ser ambos magallánicos viviendo en Santiago, permitió que se conocieran e iniciaran su
relación amorosa, terminando en matrimonio, y en el nacimiento, en Santiago, de 3 de sus
5 hijos (4 mujeres y 1 hombre).
Mi padre, ya con su especialidad, se gana el cargo de jefe de Obstetricia del Hospital Regional
de Punta Arenas, trasladándose a esa ciudad donde mi madre vuelve a su Liceo, esta vez
como profesora.
Cuando mi familia se instala en Punta Arenas tengo 8 años, e ingreso al Liceo de Niñas,
donde curso mis estudios primarios y secundarios, al igual que el resto de mis hermanas.
Tuve una infancia feliz, dentro de una familia que estaba siempre cerca y muy respetuosa
de los más pobres, porque en mi casa pensábamos, y aún pensamos, que eran pobres ya
que no habían tenido las oportunidades que otros sí habían tenido, entre ellos mis propios
padres. Es así que abrazan los ideales de los partidos de izquierda, aunque nunca fueron
militantes. Por lo tanto, tuve una enseñanza apegada a la justicia, la equidad, la entrega, la
solidaridad, la responsabilidad, y a la importancia de luchar por ello.
En ese contexto di unas excelentes pruebas de admisión y entro a Medicina en la
Universidad de Chile, área norte, Hospital José Joaquín Aguirre, en el año del triunfo de la
Unidad Popular y la llegada a la Presidencia de Salvador Allende. Llego a Santiago a estudiar
a los 17 años, al igual que mis padres y muchos magallánicos, en los tiempos que las
comunicaciones y viajes eran escasos y caros.
Inicio mi vida universitaria viviendo con 2 compañeras de curso del Liceo, Giovanna y Gladys,
las cuales, al igual que yo, habían entrado a Medicina, demostrando con ello las excelencias
de la educación pública de la época.
Las 3 comenzamos prontamente a acercarnos a la lucha por defender al gobierno popular,
y la causa de los trabajadores. Y posteriormente ingresamos a militar, ellas a la Juventud
Socialista, y yo a las Juventudes Comunistas.
En 3
er año de Medicina, año 1973, en que teníamos que dividirnos en las diferentes
Facultades de Medicina que tenía la carrera de medicina, relacionada con los diferentes
hospitales de Santiago, yo me traslado al Facultad de Medicina del área Sur, Complejo
hospitalario Barros Luco-Trudeau.
Junto a otros compañeros que al igual que yo habíamos elegido esa área, más varios
estudiantes de izquierda de cursos superiores, formamos las Juventudes Comunistas en el
área sur. Ya nos encontrábamos en una época convulsionada, polarizada, donde los partidos
de ultraderecha y derecha diariamente trabajaban por el derrocamiento del presidente
Allende. El Hospital Barros Luco, no era ajeno a ese momento político, muy por el contrario,
por estar inserto en los barrios más populares y en cercanía a varios cordones industriales,
era campo de enfrentamiento intelectual y debates, Nosotros, desde la izquierda,
defendíamos el gobierno popular, ellos, muchos militantes de Patria y Libertad, compañeros
de mi propio curso, partido fascista, diariamente trabajaban con el objetivo de provocar un
golpe de estado.
Ya en esa época yo vivía con mi hermana Ximena, (segunda de nosotros cinco), que había
ingresado a Arquitectura en la U de Chile.
Dentro de ese contexto, se produce el paro de los camioneros y posteriormente el paro
médico, precursor del golpe de estado. En nuestro hospital un porcentaje no despreciable
de los médicos se fueron a paro, por lo tanto, nosotros los estudiantes de todos los cursos,
3º a 7º, tuvimos que asumir labores asistenciales.
Y así viene el 11 de septiembre. Nosotros, especialmente los militantes, simpatizantes y
defensores del gobierno, pero también muchos otros motivados por una auténtica
preocupación por los pacientes, partimos a primera hora, apenas nos avisaron del
movimiento de la armada en Valparaíso, a nuestro lugar de estudio-trabajo, el Hospital
Barros Luco Trudeau, el que se encontraba aún con la ausencia de los médicos huelguistas.
Dentro del Hospital vivimos el golpe, escuchamos el bombardeo de la moneda, el último
discurso del Presidente Allende y la comunicación de su muerte. Comenzaron a llegar los
heridos y muertos en masa, obreros y trabajadores de las fábricas aledañas de los cordones
industriales, defensores del gobierno popular. Para pasar de un servicio a otro, edificios
esparcidos entre las calles Santa Rosa y Gran Avenida, teníamos que ir agachados, para que
no nos llegaran las balas de las balaceras aledañas. Y nuestra labor, en ausencia de un
porcentaje importante de médicos, era asistir a los heridos graves que llegaban a la Posta
por doquier, llenando las camillas, los pasillos, y la morgue, la que quedó rápidamente
sobrepasada, abarrotada de cadáveres, que debíamos apilar, uno encima de otro, con el
transcurso de las horas.
Al segundo día, ya que nos mantuvimos todos los profesionales y estudiantes en el Hospital
día y noche durante una semana, se produce el primer allanamiento, de otros muchos, que
hicieron las fuerzas militares. Nos conminaron a todos -y a algunos que se oponían con
culetazos-, a tirarnos con la cara hacia el suelo para que no viéramos nada, y comenzaron a
“cacharnos”, ya que sostenían que el Hospital era un “antro de comunistas”. Más aún, el
Director del Hospital, Dr. Baeza se presenta a los cabecillas del allanamiento, haciendo valer
su calidad de Director, y la respuesta de los oficiales fue: “¡Tú CTM, al suelo igual, de guata
y manos a la espalda!”. Eso delante de todos los funcionarios y estudiantes del Hospital
presente, entre los que yo me encontraba.
Dentro de este allanamiento, se llevaron detenidos a dos de nuestros compañeros,
estudiantes de 4º año de Medicina que estaban trabajando incansablemente, como todos,
les encontraron vainas de balas en los bolsillos, las que habían recogido como recuerdo ya
que prácticamente tapizaban los extensos patios del complejo hospitalario. Cuando se los
llevaban, acusados de ser sospechosos de la resistencia armada, yo, espantada y angustiada,
me acerco al piquete militar a darle las explicaciones y hacer notar su inocencia, pero frente
a su negativa y la consecuente insistencia y desesperación mía, me gritan e insultan,
advirtiéndome de que si seguía defendiéndolos yo también sería detenida.
Como los allanamientos posteriores, que fueron muchos, empezaron a incluir las
dependencias de los diferentes servicios y edificios del complejo hospitalario, incluyendo
los entretechos, buscando armas, documentos, carnet de militancia, etc, nos organizamos
para hacer desaparecer cualquier documento que pudiera comprometernos.
Fue al menos una semana que pasamos trabajando día y noche, durmiendo entre las camas
de los pacientes, más aún, cuando llegaban los uniformados a allanar, muchas veces nos
hicimos pasar como pacientes para ahorrarnos explicaciones y evitar que nos llevaran
detenidos como “posibles subversivos”.
Al fin de esa semana de horror, incomunicados con la familia, amigos y compañeros de
lucha, y dándonos cuenta que el golpe de estado era irreversible, volvimos cada uno a
nuestros hogares aprovechando que se había levantado por algunas horas el toque de
queda,
Yo, tenía miedo de volver a mi casa en Providencia, por temor a que fuera allanada por la
clara marcación que tenía de ser habitada “por comunistas”. Me fui a la casa de una tía
abuela en San Miguel, mi querida tía Catalina. Apenas me pude comunicar telefónicamente
con Bertita, nuestra asesora del hogar, le di las indicaciones de hacer desaparecer y quemar
todo, lo que hasta ese momento era legal, en la chimenea: libros, discos, documentos, y
hasta nuestras camisas “amaranto” de las JJCC. Así me mantuve durante  7 días, hasta que
habiendo comprobado que no había pasado nada en nuestro hogar, y la Universidad se
mantenía paralizada desconociéndose cuando se reanudarían las clases, viajo a Punta
Arenas a la casa de mis padres.
A los días de haber llegado a Punta Arenas, me llaman mis compañeros para avisarme que
se reiniciaba el año académico, pero que me encontraba suspendida como otros muchos de
los estudiantes que éramos partidarios y defensores del gobierno Allendista. Se iniciaba así
un proceso judicial dentro de la Universidad por actividades “subversivas”. Viajo
inmediatamente a Santiago a presentarme a este proceso “legal” y me encuentro que el
Dpto. de Bacteriología de la Escuela se había convertido en un “Juzgado universitariomilitar” donde todos los “suspendidos y en proceso” teníamos interrogatorios diarios, por
supuesto,sin derecho a abogados. Nuestros “jueces”, investidos de omnipotencia, cuyo fallo
era inapelable, eran miembros de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile. El fiscal,
era el profesor de derecho Miguel Otero Lathrop, ex militar, militante del Partido Nacional y
futuro senador de la República por la derecha política, ya en democracia; lo acompañaban
como actuarios 2 estudiantes de derecho, uno de ellos Ignacio Mujica.
Este proceso fue el inicio de un largo camino, desgarrador, de impotencia indescriptible, y
desgastador en lo psicológico y físico (bajé más de 10 kg por una esofagitis, que me impedía
comer). Nuestras acusaciones venían de nuestros propios compañeros de curso y escuela,
en mi caso Patricio Zamora, Margarita Aliaga (curso) y Teófilo Abadí de un curso superior,
entre otros que no identifiqué u olvidé. Ellos eran militantes de Patria y Libertad o del
Partido Nacional, y con los cuales me hicieron careos para que plantearan sus acusaciones.
Estas acusaciones se basaban en nuestra actividad militante y defensora del gobierno
popular, lo que era absolutamente legal dentro de la democracia que vivíamos hasta ese 11
de septiembre. Pero lo que fue aún más denostador para mí es que, desde los primeros
interrogatorios, parada contra la pared, donde los “jueces” se paseaban alrededor mío
gritándome amenazadoramente, comienza a aparecer una arista “sexual” en mis
actuaciones. Dentro de los interrogatorios, basado en mi apariencia física a la época, se me
acusaba de usarla para mis propósitos “proselitistas”. Más aún, a todos mis compañeros
procesados e interrogados, la preguntaban si yo usaba mis atributos físicos o actuaba
sexualmente para “adherirlos a la causa revolucionaria”. Era un muy negro panorama, y sin
posibilidades de un desenlace justo. Todo el proceso era irregular, sin defensa, con
acusaciones muy graves, y tras el cual sabíamos que habían expulsado o detenido, por las
mismas razones, a otros compañeros de medicina de las demás áreas de la Universidad de
Chile. Es por ello que mi padre viaja desde Punta Arenas para tratar de ver en que podía
ayudarme a revertir en algo el proceso. Así, le solicita a unos de sus amigos, Dr. Jorge
Redondo, a la fecha Presidente del Colegio Médico de Magallanes, activista anti-gobierno
allendista, para que viniera a abogar por mi intachable conducta como mujer, estudiante,
persona y de mi familia. Lo hizo pero no logró nada, más aún, me dirigió una mirada
reprobatoria después que salió de su entrevista con el “tribunal ilegal” que me juzgaba,
cuando conoció la arista sexual que ya habían logrado imponer los acusadores.
Tal era mi desesperación frente a como se iban desarrollando los interrogatorios y el
proceso, que se veía con un mal desenlace, que fui a suplicarle a una ex compañera de curso
del colegio, estudiante de Derecho en la U de Chile, y a la época militante de derecha, que
si podía interceder frente a tanta injusticia, arbitrariedad e irregularidad, sobre todo en lo
referente a las acusaciones del activismo sexual que me imputaban. Ella, impresionada con
el relato, se acerca a sus compañeros que participaban como actuarios, intervención que
me causa más daño porque en mi próximo interrogatorio, el último y peor de todos, me
increpan, gritan, insultan y garabatean por mi “osadía de irlos a acusar” a la Escuela de
Derecho. Termina mi proceso con la sentencia de: (1) “Desacato a la autoridad” y (2) “
Elemento perturbador de la Facultad” y con la penalidad de suspensión del año académico
y la repetición del 3º año de Medicina en curso.
Frente a ese resultado, comienzo a golpear todas las puertas institucionales, Dr. Raúl
Donckaster Rodríguez, Jefe del Departamento de preclínica, el Dr. Profesor Luis Hervé,
Decano de la Facultad, entre otros, sin poder conseguir revertir el fallo o la pena.
Estaba en esos trámites, y tratando de llegar a las autoridades superiores, enviando una
solicitud de apelación, al rector de la Universidad de Chile, don Agustín Toro Dávila, cuando
una noche de Noviembre, estando en mi casa con mi hermana Ximena. con mi amiga y
compañera de curso, Ligia Gallardo y con Bertita (nuestra asesora del hogar), ya en toque
de queda, llegan a nuestra casa efectivos militares de civil, en un jeep. Me llevan detenida.
Ligia, antes de partir les pide identificación, y uno dice ser Silva Dumas (según recuerda
Ximena), y que me llevarían a El Bosque “a hacerme sólo unas preguntas”, información que
yo desconocía, ya que ellos delante de mí nunca dijeron donde me llevarían, más aún me
llevaron encapuchada a ese recinto para que no lo reconociera.
Ahí con mis 20 años recién cumplidos, comienza el 2º calvario. Durante toda la noche, con
toque de queda, me pasearon por Santiago, buscando a “otras subversivas comunistas”,
específicamente a Paulina Quiquandón, compañera de curso, militante como yo, y a quien
no veía regularmente porque se había quedado en el área norte, Hospital J.J. Aguirre.
Estuvimos en la central de carabineros en calle Teatinos, en las Torres del San Borja, y otras
dependencias de los servicios de inteligencia militar buscando antecedentes para llegar a su
paradero. Pasamos por la casa donde ella vivía, la casa de Tatiana Figueroa, sin encontrarla.
Y a la mañana, después de toda la noche en vela, me llevan al estacionamiento de la Escuela
de Medicina del área norte para que reconozca a otros “upelientos” como yo, y además
usarme como señuelo para que se me acercaran cuando me vieran, y agarrarlos detenidos.
Afortunadamente no fui reconocida y no hice ninguna delación.
Así, otra vez encapuchada, me pasean por largo tiempo por las calles de Santiago, acostada
en el asiento trasero del vehículo, para que no pueda reconocer el lugar a donde me
llevaban.
Llegamos a un regimiento, sin ninguna duda, que a corto andar reconocí que era de la Fuerza
Aérea, la Escuela de Especialidades El Bosque, en la Gran Avenida.
Me ingresan a un gimnasio, inmenso, donde observo que estaba repleto de presos como yo,
cada uno en una colchoneta, por lo tanto, supuse que era también el lugar de pernoctación.
Posterior a mi ingreso, en que me revisan íntegramente, encuentran en mis documentos
una foto, de mi ex pololo aviador que había tenido el año 1968, Ricardo Torrent y que había
fallecido producto de un accidente aéreo en Punta Arenas, duelo que aún mantenía, por eso
guardaba su foto conmigo. Por supuesto, y no con buenos modales, comienzan a
interrogarme por el origen de esa foto, suponiendo que era “un blanco terrorista” del Plan
Z, por ellos inventado, ya que se trataba de un miembro de la FFAA.
Comienzo a identificar a compañeros de universidad como yo. Venían de diferentes carreras
de la salud de las otras Facultades, con los cual militábamos en la Jota, o militantes del FERMIR, de medicina del área norte, y también a trabajadores del Hospital. Por lo tanto, aduje
que a la FACH le correspondía, como grupo objetivo, el área de la salud.
Ese mismo día, comienza el horror. Me llevan al 1er interrogatorio, encapuchada, y
amarrada. Me dejan 30 a 60 minutos fuera del lugar donde interrogaban. Lo hacen
exprofeso para que escuche los gritos desgarradores que daba la persona a quien estaban
torturando; los golpes, sus insultos, ruidos de cadenas y más gritos de dolor in crescendo
del torturado. Ese fue mi primer encuentro con lo que me esperaba, hecho a propósito para
que me vaya “ablandando”. Además, mi custodio me “aconsejaba” de que mejor
“cooperara”.
Ingreso al interrogatorio esa primera mañana, encapuchada por supuesto, y me sientan en
una silla de metal, como las sillas antiguas dentales. Me amarran a ella, me colocan
electrodos en las 4 extremidades y las sienes, y comienza el interrogatorio inmediatamente
con corriente, que iba en aumento a medida que avanzaba el tiempo, el que ya me parecía
eterno. Las preguntas estaban relacionadas a la Juventud Comunista, nuestros dirigentes,
nuestra actividad, mis contactos, etc.
Claramente había un diseño de tortura: el interrogador implacable, agresivo, que me
insultaba, que se colocaba detrás mío y me agredía verbal, sexual y físicamente, -con
cachetadas, tocaciones y otros golpes-, y el torturador “amable” que me decía que mejor
cooperara.
A corto andar, como no recibían las respuestas que ellos requerían, en medio de insultos,
me hacen desnudar, y me cuelgan por los pies desde el techo, con sogas y cadenas. Y ahí
empieza lo peor: la vejación y el terror total. Me colocan electrodos en las 4 extremidades,
el ano, la vagina, los pezones y las sienes. Y recomienza la tortura, con mayor intensidad,
implacable. Con cada golpe de corriente me sacudía por entero. Me gritaban e insultaban
con alusiones sexuales y de todo tipo, como: “quieres seguir saltando CTM, no te gustó ser
comunista, terrorista HDP”, etc. No felices con eso, comienzan también a tirarme agua fría
con un balde, uno tras otro, con la intención de agredirme aún más al aumentar la
conducción de la corriente con el agua y provocarme la desesperación del ahogo. No sé
cuántas horas habrá durado ese primer interrogatorio, pero repito, se me hizo una
eternidad.
Salgo de ese primer interrogatorio aterrorizada pero también aliviada del término del mismo
y con la satisfacción de no haberles entregado información. No dura mucho esa tranquilidad
ya que nunca sabía cuándo terminaría la tortura y con ella el terror de ser violada u otra
nueva atrocidad, que sabía ocurría en los centros de tortura. Afortunadamente meses antes
del golpe había leído el libro “Reportaje al pie del patíbulo” de Julius Fucik, sobre la vivencia
de él cuando fue detenido por la Gestapo durante la 2º Guerra Mundial. Libro que mostraba
la tortura descarnadamente, llevando a muchos hasta la muerte. Uno de los aprendizajes
que me había quedado de ese libro -que nunca pensé necesitaría-, y que se me vino a la
memoria cuando me torturaban, evidenciando los mecanismos de defensa que guarda
nuestro cerebro, era que cuando uno les mostraba a los torturadores que producto de ella,
te podían sacar información, el ensañamiento era cada vez peor, porque estaban logrando
el objetivo. Lo otro que se me vino a la memoria, también como mecanismo de defensa, era
una de las instrucciones que nos había mandado el partido, con posterioridad al golpe, en
nuestras reuniones clandestinas: si caímos detenidos, teníamos que “echarle la culpa de
todo” a los compañeros que habían salido de Chile. Ingenuamente, cuando recibí esa
información, pensé ¿echarle la culpa de que?, ¡¡Si nosotros no habíamos hecho nada malo,
salvo militar en un partido político legal y luchar con los trabajadores por un Chile más
justo!! Es así entonces, que en ese primer interrogatorio y en los próximos, alrededor de 8
o 10, no lo recuerdo con exactitud, no olvidé ambas enseñanzas y lo único que me sacaron
es que no sabía nada, y cuando era inevitable dar un nombre, “la culpa de todo” la tenía
Javier Uribe, un compañero de la Jota, de cursos superiores, que había salido, a días del
golpe, para Brasil.
Pero a medida que pasaban las horas, después del alivio inicial, comenzaba progresivamente
a instalarse el miedo, el terror, por la próxima tortura que seguro venía, sobre todo cuando
veía que iban sacando de uno en uno a los compañeros presos a los interrogatorios… y
veíamos las condiciones deplorables en que los recibíamos.
La espera no demoró mucho. En la tarde nuevamente me llevaron a interrogar. Siempre el
mismo modus operandi: la escucha previa -para ablandar-, y posteriormente la tortura en
la silla de metal, que hacía más intenso el paso de la corriente por mi cuerpo y también el
dolor. Luego, cada vez más rápidamente, pasaban al desnudo total y al colgarme con cuerdas
y cadenas desde el techo, cual cordero en el matadero, con los electrodos en ano, vagina y
pezones, y los baldazos de agua fría. Los gritos, los insultos sexuales, los golpes, etc.
Implacables!!!
Al segundo día apareció un oficial de la FACH, amigo de mi época escolar en Punta Arenas,
cuando pololeaba con Ricardo, y que además casado con una magallánica. Era el teniente
Claudio Shoenner, que se notaba muy avergonzado de verme ahí y en esas condiciones.
Inmediatamente me preguntó que necesitaba. Le planteo que lo único que necesitaba era
que le avisara a mi hermana Ximena que yo estaba ahí, porque me imaginaba que estaba
desaparecida para mi familia y sobre todo para mis padres. Una de mis angustias eran ellos,
su sufrimiento frente a mi desaparición y eventual muerte, que ya a esas alturas del golpe,
noviembre de 1973, era un hecho conocido para nosotros, una realidad, que nos golpeaba
cada vez más cerca: parientes, amigos, compañeros y conocidos. Él contactó a Ximena y le
dijo dónde yo estaba.
Los interrogatorios y torturas siguieron implacablemente, con el mismo mecanismo, cruel,
doloroso, terrorífico, con la connotación de abuso sexual. Y siempre lo mismo: dolor, miedo
y terror en cada tortura, alivio posterior de estar viva, de no haber sido violada, de haber
“aguantado” y, posteriormente ya en mi colchoneta, en el “gimnasio-cárcel”, una angustia
in crescendo que terminaba en terror a medida que las horas pasaban, frente al
acercamiento a la nueva tortura. Además, con la visión de los otros compañeros, que salían
a las torturas y que llegaban en peores condiciones que yo. A algunos de ellos o ellas, los
traían arrastrados e inconscientes, en condiciones deplorables.
Dentro de estos días comienzan a llegar un grupo de funcionarios-trabajadores del Hospital,
que yo conocía, porque nos habíamos reunidos con ellos políticamente en algunas
oportunidades, miembros del Partido. Por supuesto que el trato vejatorio, de golpes,
culatazos, gritos y garabatos fue desde la entrada al gimnasio-cárcel, ya que se trataba
“solamente” de obreros, una clase aún más despreciable para ellos.
Las torturas se repetían diariamente, a veces 2 veces por día. Al tercer o cuarto día llega a
mi colchoneta otro oficial de la FACH, amigo de Ricardo, el Capitán Rubén Casanova. Su
actitud fue de complicidad, a diferencia de Claudio, que era de vergüenza. Se sienta al lado
mío y me dice que si necesitaba algo: y yo angustiada y preocupada, además por mi
hermana Ximena que suponía estaba sola en la casa, y con miedo que fueran a allanarla, le
digo mis preocupaciones. En la casa teníamos muchos insumos médicos y de enfermería,
que era lo que nos había pedido el Partido que hiciéramos frente a la eventualidad de una
Guerra Civil. Él me dice que no me preocupe, que le avisaría a Ximena para que haga
desaparecer eso, y otras cosas “comprometedoras” para la época.
A las horas vuelven para una nueva tortura. Y al minuto del interrogatorio, me doy cuenta
que Casanova había contado todo, que lo habían enviado en rol de amigo, para que le
contara a él lo que no habían podido sacarme en las torturas. Esa tortura fue la peor. Se
ensañaron lo más que pudieron, siempre desnuda, colgada, más corriente, más gritos, más
insultos, más golpes, más vejamiento sexual. Por supuesto dije que todo y cada una de las
cosas me las había entregado Javier Uribe, el compañero de la jota, que, -repito, yo ya sabía
estaba a salvo fuera del país-, con la orden de guardarlas. De ahí no me sacaron.
Frente a ese fracaso, el próximo paso de los torturadores, fue castigarme, para ver si me
ablandaba. Me dejaron de pie durante 24 hrs, día y noche. Fueron las peores horas de mi
vida, parada sobre mi colchoneta, con dolor de espalda que iba aumentando a medida que
pasaban las horas -ya que tenía una cifoescoliosis previa-, que, por supuesto se me agravó.
Hasta hoy porto lesiones vertebrales múltiples, cervicales y lumbares , y dolores que aún
son parte de mi vida. Cuando flaqueaba, y comenzaba a caerme al suelo, venía unos de los
guardias, y a culatazos me hacía levantar. Pasé el día y la noche, con dolor intenso, pánico y
terror. Los guardas implacables frente a mi castigo no me permitieron tirarme al suelo.
Soporté esa tortura física y psicológica, que siento fue la peor, muy difícil de aguantar y que
me llevó casi a la inconciencia. Posterior a eso, sin descanso previo, una nueva tortura, para
ver si habían logrado su objetivo, una confesión y delaciones.
Además de lo anterior, sufría la imposibilidad de comer nada, absolutamente nada. La
comida no pasaba, tenía un dolor retroesternal permanente por la esofagitis, que
nuevamente se hacía presente, y que, por supuesto, me llevó a seguir adelgazando.
Al quinto o sexto día veo llegar a mi compañera de curso, de estudio, de la Jota y amiga,
Tatiana Figueroa, que también se había ido conmigo al área sur junto con Ligia, y compartía
departamento con Paulina Quiquandón, donde ellos habían llegado la noche de mi
detención, la originalmente buscada. Por supuesto que inmediatamente nace la necesidad
de poder hablarle y contarle mi experiencia, así que cuando veo que la sacan supuestamente
al baño, yo pido ser trasladada para allá, que quedaba en otro recinto fuera del gimnasio.
Siempre encapuchada llego hasta el baño, y ya sin venda adentro, veo que ahí estaba
Tatiana, en uno de los WC. Entro al WC del lado, y comienzo a hablarle en susurros, ya que
los guardias estaban custodiándonos afuera mismo de los cubículos del WC. Le cuento todo
lo que me estaba pasando, y le aconsejo sobre lo que tenía que decir y no decir. Por supuesto
que los guardias me hacían callar, a gritos, pero a pesar de eso logré traspasarle toda la
información importante.
En uno de esos días, en una nueva tortura, con más ensañamiento aún, mucho más dura e
intolerable, me dicen que cómo yo había negado conocer a Paulina Quiquandón en
circunstancias que mi hermana Ximena la conocía y que su nombre aparecía en la libreta de
direcciones de mi casa. Había sucedido que, en la noche anterior, durante el toque de queda,
según los relatos de Ximena, llegó a nuestra casa en Providencia un oficial vestido de civil.
Ella se encontraba ya acompañada con mi tía Chinda, hermana de mi padre, matrona, que
al igual que mis padres trabajaba y vivía en Punta Arenas con su familia y había decidido
viajar a Santiago a tratar de buscarme y liberarme. Mis padres estaban imposibilitados de
viajar -tenían que solicitar permiso especial, por su condición política- y porque además mi
padre también había estado detenido y había sido echado como Jefe de Servicio de la
Maternidad del Hospital de Punta Arenas, por razones políticas. El oficial comenzó a
preguntarle sobre algunas cosas, para corroborar mis respuestas en los interrogatorios, y a
corto andar le pide la libreta de direcciones que teníamos. Y allí aparecía el nombre de
Paulina, entre otros. Mi hermana debe reconocer que la conoce y ser su amiga.
No me acuerdo cuantos interrogatorios o torturas más hubo.
Al séptimo u octavo día dicen que nos trasladarán, a otro recinto, sin especificar. Noticia que
viene acompañada con el miedo, francamente terror, que nos hicieran desaparecer para
siempre. Posibilidad que ya era conocido por nosotros. Al irme, en el mismo escritorio de la
llegada, me entregan lo que me habían quitado al ingreso, incluida la foto de Ricardo -que
aún conservo-, y me hacen firmar un documento, con la imposibilidad de leerlo porque
estaba vendada. Siempre, por supuesto, he pensado que se trataba de un documento en la
que reconocía haber dado mi consentimiento para estar allí y haber recibido buenos tratos.
En el vehículo, una VAN, íbamos muchos de los presos, entre ellos algunos de mis
compañeros de la Jota y del FER. Casi todos de otras carreras y del área Norte.
Llegamos, ya sin venda, al cuartel de Investigaciones de General Mackenna, la Cárcel Pública
a la época. Entramos por la “calle de los suspiros” y de ahí a la cárcel, que según recuerdo
tenía dos o tres pisos, llenas de celdas, una al lado de la otra, más otros calabozos que
estaban en el subterráneo, “La Patilla”, todos realmente abarrotados de presos,
prácticamente uno encima de otro. Me tiran a una celda pequeña, de 2 metros por 1 metro,
con un retrete en una esquina -obviamente a la vista-, una minúscula ventana, por la que
solamente se veían edificios enfrente y nos permitía saber si era de día o noche. Tenía en
ángulo recto unas banquetas, que era para sentarnos y en la noche tratar de dormir.
Éramos alrededor 8 mujeres en ese pequeño espacio, de todas las edades, algunas de ellas
de la tercera edad. Por supuesto que, con mi experiencia anterior, decidí no confiar en
ninguna de ellas, a pesar que algunas se me acercaron solidariamente. No podía arriesgarme
a la posibilidad de que entre ellas hubiera “soplonas”.
Pierdo la noción del tiempo de los días que permanecí ahí, creo que fueron tres o más días.
Después de haber llegado empiezan a solicitar voluntarios para repartir la comida, y
rápidamente me ofrezco. Albergaba la posibilidad de poder conversar con los compañeros
que habían viajado conmigo en la VAN, ya que durante el trayecto fue imposible, u otros
que pudiera reconocer dentro de ese mar de presos. También quería transmitir una palabra
solidaria a aquellos que estaban el “La Patilla”, los calabozos subterráneos en condiciones
subhumanas.
De esta manera me convertí en una de las repartidoras de alimentos, desde unas ollas
gigantes, donde cada uno pasaba un plato. Así pude conversar con varios de los compañeros
de los que veníamos de El Bosque, darles ánimos, ya que suponía que habíamos salido de
lo peor, de los interrogatorios y las torturas, aunque nuestro futuro era absolutamente
incierto, y sin ninguna duda, esperábamos ser trasladados a algunos de los campos de
concentración que ya sabíamos existían: Ritoque, Chacabuco, Pisagua u otro.
A la noche, comenzaba la odisea para dormir. Nos turnábamos las 2 banquetas que había,
para dormir sentadas, o tratar de tendernos un rato de lado compartiendo aquella tabla
angosta. A pesar del hacinamiento y de ser noviembre, recuerdo pasábamos mucho frío.
Al segundo día me entregan, de parte de mi familia, un pollo asado y unos pasteles, que
nos devoramos entre todas. Así pasaron los días encerradas, yo saliendo a dar el almuerzo
a los compañeros para poder verlos e intercambiar unas palabras.
Creo que, al tercer o cuarto día, me vienen a buscar, sin ninguna explicación. Por supuesto
la angustia se apoderó de mí, por la incertidumbre de lo que vendría ahora: nuevas torturas,
el traslado a un campo de concentración, la desaparición u otra alternativa desconocida. No
había lugar para la ilusión de la libertad.
Caminando por los pasillos, con un gendarme, me doy cuenta que había un hermoso día,
luminoso, y así se lo comento al gendarme para hacerme “la simpática” y romper el hielo.
Inesperadamente, él me pega una cachetada, tan fuerte que me da vuelta la cara, y me dice:
“¡Quién te dio permiso CTM para hablar o decir algo!”.
Cuál es mi sorpresa, cuando llego a la oficina del prefecto a cargo -evidentemente lo colijo
por las características de la oficina-, y me encuentro con mi querida y hermosa tía Chinda.
Después de un discurso “moralista” del prefecto del tipo de: “esta juventud que se dedica a
cosas que no debiera, a la revolución y la política, más aún de una buena y conocida familia
magallánica”, me sueltan, no sin antes firmar, otra vez, que había sido atendida “como reina”
y con el compromiso, por supuesto, de dedicarme sólo a estudiar y no a “meterme en líos”,
ahora que el país volvía a “la tranquilidad después de los 3 años de caos”. Y ahí llegamos a
la casa, donde me esperaba también mi madre, que había podido recién viajar ese día desde
Punta Arenas.
Ya ahí, mi hermana Ximena y mi tía Chinda me cuentan parte de la historia que ellas vivieron:
Ximena, con sus 18 años, al otro día de mi detención, llegó a buscarme a EL Bosque, y
ahí después de haber sido negado como centro de detención por parte de los
suboficiales de guardia, se encuentra a la salida con Claudio Shoenner, y ella le cuenta
la razón para estar ahí. Claudio le dice tener desconocimiento, pero que averiguaría y le
solicita nuestro teléfono para comunicarse posteriormente con ella.
Entonces ella desesperada por saber si realmente estaba ahí y viva, comienza a llamar a
nuestros amigos FACH, que habían sido muy cercanos a nosotros, que frecuentaban
asiduamente nuestra casa en Punta Arenas o nuestra Estancia Palomares los fines de
semana, uno de ellos ex pololo de Ximena, Nelson Sanhueza y Jaime Silva, pololo de otra
de nuestras amigas, Nahir. Ambos agresivamente le dijeron que no tenían idea, y que si
sabían no dirían nada ya que “para que me metía en huevadas” y que por supuesto no
averiguarían nada. Por eso fue tan importante el encuentro y posterior llamada de
Claudio Shoenner, que no era de nuestros cercanos. Él le dice el lugar de mi detención,
solicitándole toda su discreción y que me llevara abrigo para las frías noches en que
dormía sobre una colchoneta pelada y algo para comer.
Cuando averiguaron que yo había sido trasladada al cuartel de Investigaciones, mi tía
Chinda, ya en Santiago, se acuerda de un ex pretendiente que había tenido en Punta
Arenas cuando era estudiante de colegio, y que era de oficial de gendarmería. No
habiéndose podido acordar específicamente de su nombre, parte a General Mackenna,
y cuando estaba en la puerta frente al gendarme que custodiaba la entrada, se le viene
a la memoria el nombre. Cuán grande fue su sorpresa cuando el guardia le dice, por
supuesto “¿Y quién busca al Prefecto xxxxxx, Director de Gendarmería?” Rápidamente
la suben a su oficina, y con los brazos abiertos el Director recibe a mi hermosa tía, que
aún recordaba nítidamente. Después de los halagos correspondientes, le pregunta la
causa de su visita, y al relatar mi tía la razón, le cambia la cara y el trato. Después de
conocer mi nombre, comienza a buscar dentro de las miles de carpetas apiladas, y
estando la mía en los últimos lugares, al leerla le dice: “su sobrina es comunista, y todas
las comunistas son unas sueltas, hacen el amor libre, usan el sexo para sus objetivos, y
ella está acusada de tráfico de medicamentos”. “Acá estará por lo menos 7 meses hasta
que lleguemos a su proceso. Tenemos mucha cantidad de presos, y ella está en los
últimos lugares. Vuelva mañana si quiere”.
Con una tremenda angustia, y miedo por mi futuro, después de su trato se va a la casa
llorando y le dice a Ximena que la cosa es grave, que cree que lo que viene es una larga
detención sin vuelta u otra desgracia. Pero, de todas maneras, vuelve al día siguiente
con Ximena. Recibe otra buena y nueva sorpresa. En las dependencias de la prefectura
se encontraba el prefecto en compañía de un oficial militar, y cuando supo mi nombre,
preguntó qué relación tenía con el Comandante Orfilio Amarales, ya que era su
compañero de curso y promoción. Mi tía le respondió que yo era su sobrina y él hermano
de ella y de mi padre. Ahí sí ambos cambiaron el trato que le dispensaban. Le dicen que
probablemente sería soltada el próximo día, previo allanamiento de la casa para, entre
otras cosas, ver lo que contenía la “clínica clandestina” que yo le había confesado a
Casanueva, y que había ratificado en la tortura, lo que avalaba la acusación de tráfico de
medicamentos.
Así es mi querida tía Chinda y mi hermana Ximena, corren en el Mini que teníamos, a
toda velocidad, para llegar antes que los gendarmes. Con la información del día anterior
habían desarmado y botado todo y no podían decir eso, ya que, dentro de la lógica de
represión del momento, eso les haría suponer a mis captores que “habían limpiado la
casa”. Llegan antes y comienzan a buscar lo poco que había quedado de insumos
médicos que teníamos para uso doméstico, y lo colocan en cajas para simular lo descrito.
Ya liberada, yo muy angustiada y aterrada por lo pasado, aún con secuelas de la corriente,
como heridas en las mamas, pezones y en las extremidades, donde además me colgaban,
tomamos la decisión, basado en mis deseos, con mi tía Chinda y mi madre de partir a Punta
Arenas de vuelta. Y la decisión de dar por perdido ese año académico y no seguir apelando
a instancias superiores, que era lo que había quedado pendiente antes de la detención. Esa
noche, y las otras, antes de partir a Punta Arenas, duermo donde mi compañero de curso y
amigo, Lister Rossel, por el miedo que vuelvan nuevamente “a buscarme y detenerme” en
la noche, ya que él vivía en la vecindad.
Así fue que gracias a mi tía Chinda y a mi hermana Ximena me salvé del destino aciago que
vivieron la mayoría de mis compañeros y compañeras de detención: meses en la cárcel, tres
o más años en Chacabuco, exilio o desaparición.
Antes de partir a mi ciudad, con todas las precauciones que ameritaban el haber estado
previamente detenida, siento la necesidad de despedirme de Ligia que se iba al exilio, a
Italia, porque era pareja de uno de los Inti Illimani, Horacio Durán. Lo hago con mucha
precaución, siempre con el miedo de ser seguida y de ser ambas detenidas, ya que una
detención para ella significaba el impedimento de su viaje y el reencuentro con Horacio, que
la esperaba con ansias.
Además, decidimos ir a casa de Tatiana a saber de ella, que sabíamos ya había sido liberada,
y no recibimos ninguna información de su madre, que tenía el miedo marcado en la cara. A
los días despido a Ligia en el aeropuerto, con mucha pena, sabiendo que pasarían muchos
años antes de que pudiéramos vernos otra vez.
Así parto a Punta Arenas con mi madre y tía Chinda. Tal era mi terror y el miedo que tenía
de caer nuevamente en las garras de la dictadura, que decidimos con mis padres que yo
partiera a la ciudad de Santa Cruz, Argentina, donde vivía un tío abuelo, Antonio Peric,
hermano de mi abuelita Magdalena, con su familia. Así permanezco allá alrededor de casi
dos meses, volviendo un par de días antes de Navidad del año 1973.
Y así sigue la tercera parte de esta historia de horror. El tratar de reiniciar mi vida personal
y universitaria., vuelvo a la Universidad, en marzo del 1974, a un nuevo curso, nuevamente
a cursar 3º año. Muy asustada, aterrada, ya que no conocía a la gran mayoría, ni sus
tendencias políticas, y todos me parecían sospechosos de delación. Pero si ellos tenían muy
claro quién era yo: “una comunista, que había sido juzgada, suspendida y detenida como
tal”. Me evitaban o hablaban a mis espaldas, no escaseaban los abiertamente provocadores.
Yo debía guardar un doloroso silencio. Sí recordaba a algunos que conocí en el área norte,
muchos eran militantes de los partidos de derecha. Debía cuidarme especialmente de uno
de ellos, militante de Patria y Libertad, de apellido Bravo, el que se vestía provocadoramente
con el atuendo fascista: un largo impermeable de cuero, negro. Pasaron años antes de que
pude confiar en alguno otra vez.
Por otro lado estaban mis compañeros y amigos anteriores, que habíamos luchado juntos
en los albores del golpe de estado, también muchos de ellos procesados en el “juicio cívicomilitar” que nos habían hecho en la escuela, que se me acercaban por todo el cariño y
solidaridad que me tenían, pero yo les veía la cara de miedo y terror al conversar conmigo,
porque claramente era “peligroso, digno de sospecha” el acercárseme, así que partían
rápidamente.
Comienzan los terrores nocturnos, que me despiertan en pánico, transpirando, con
taquicardia, llorando, soñando que me venían nuevamente a detener, sin poder conciliar el
sueño nuevamente, escuchando reales o imaginarios ruidos nocturnos, temiendo que
golpeen la puerta durante el toque de queda, siempre atenta de no escuchar un auto que
se detuviera frente a la casa. Además, en el insomnio nocturno, daba vuelta y vuelta cada
una de mis acciones y conversaciones diarias, que me pudieran llevar a errores y me
delataran en mi condición de comunista y militante clandestina, y con eso una nueva
detención y nuevamente el horror. Los terrores nocturnos fueron parte de mi vida, duraron
muchos años, ya casada y con hijos, hasta después de restablecida la democracia.
En mi nuevo curso, debo compartir diariamente con alrededor de diez compañeros con
apellidos que comenzaran con A y con B, la mayor parte fascistas de Patria y Libertad.
Afortunada excepción son mis compañeras, Virginia Berríos, Patricia Carvajal y Lidia
Campodónico, que hice mis compañeras de estudio y que me ayudaban en el día a día a
soportar el embate de los fascistas, los que entre otras cosas contaban provocadoramente
y con gran orgullo a cada nuevo profesor, lo terrible que había sido para ellos el sobrevivir
“caos marxista y comunista” y como ellos o sus familias sabían que se encontraban en las
listas del plan Z, para ejecución u otra atrocidad, etc, etc., Un par de ellos se vanagloriaban
de haber puesto bombas en los postes de alta tensión. Otro, Sergio Brantes, ladino,
hipócrita. hijo de militar del Servicio de Inteligencia, pasó a ser mi punto fijo, desde que yo
llegaba a la universidad hasta que, abusivamente, me hacía llevarlo a su departamento en
mi mini, en el barrio militar que había entre Bilbao y Pocuro, de camino a mi casa.
A lo anterior se sumaban los allanamientos que semanal o quincenalmente hacían al
Hospital, buscando a trabajadores que llevaban detenidos a vista y paciencia de todos, lo
que me hacía entrar en pánico, angustia indescriptible y comenzaba a temblar de miedo, al
revivir todo lo anterior y siempre con el terror de ser uno de ellos nuevamente.
Fueron muchos años muy difíciles, de mucha depresión, no diagnosticada a la época, lo que
me hacía no querer levantarme en la mañana, pero había que soportarlo y seguir adelante,
sacar la carrera y luchar contra la dictadura. Fue tanto la angustia y depresión que quise
cambiarme de sede, a otro Hospital, pero administrativamente no pude conseguirlo. No
obstante lo anterior, el 1º año posterior a mi detención y en cuanto termina la indicación de
la Jota de mantenerme inactiva, a fines del año 1974 vuelvo al trabajo político, esta vez en
la clandestinidad, con el nombre de chapa JAVIERA, el nombre que con Eric le dimos a
nuestra hija mayor, en honor a esos años de lucha clandestina. Ahí comienzo una vida muy
activa políticamente, con a veces 4-5 reuniones clandestinas diarias, en diferentes lugares
muy distantes en Santiago, a veces teniendo que cruzarlo literalmente, cambiando de micro
para evitar la sospecha y el seguimiento de parte de los servicios de inteligencia, y siempre
atenta a eso. Cada encuentro en la calle o en una casa clandestina, era con contraseña y
señuelo respectivamente. Nuestro objetivo como partido era derrocar la dictadura, con el
espectro político lo más amplio posible, incluido la Democracia Cristiana, aunque haya sido
parte de los que llamaron al Golpe de estado, (salvo un pequeño grupo de su disidencia).
Así, el partido decide políticamente que la manera de generar alianzas disidencia, era la
creación de nuevas organizaciones en torno al deporte o a la cultura, ya que los partidos y
demás organizaciones estaban prohibidas y ferozmente reprimidas. Incluso los encuentros
“masivos” de familiares o amigos tenían que pedir autorización al jefe de plaza. Así desde
mi responsabilidad, como Secretaria General de la Dirección de Estudios Universitarios
Comunistas, DEC, organizamos a los estudiantes de todas las carreras de la Universidad, que
a través de la cultura podíamos resistir. Entre muchas otras organizaciones creamos la
grandiosa ACU (Agrupación Cultural Universitaria), que tuvo un rol fundamental en la lucha
contra la dictadura.
A pesar de mi participación activa clandestina, el miedo y los terrores nocturnos, siempre
estaba presentes, no cesando hasta después de la caída de la dictadura, ya muchos años
posteriores, en Punta Arenas,
Pero las secuelas siguen, a mis casi 70 años, frente al enfrentamiento de un hecho doloroso
e inesperado, presento una crisis de pánico, que me hace recordar inmediatamente la
tortura, y la sensación de muerte inminente.
Este testimonio lo hago en recuerdo de muchos compañeros, amigos, compañeros de lucha
que no pueden estar contando esta historia, ya que están muertos o desaparecidos, y vaya
el recuerdo especial, en representación de muchos y de to@s, para nuestro compañero de
curso de medicina, Pablo Aranda, Pablito, magallánico, militante de la misma base que la
nuestra, preso en el Hospital San Juan de Dios, desaparecido durante años, y aparecido y
reconocido sólo hace algunos años en la fosa común del Cementerio General, después de
años que su madre lo buscó incansablemente, pero no alcanzó a encontrarlo y enterrarlo
dignamente porque la muerte precoz por un cáncer gástrico se lo impidió. Y también en
homenaje a otro camarada, Dr. Carlos Godoy, con el que compartimos los días del Golpe en
el Hospital Barros Luco y nos reuníamos diariamente para organizarnos políticamente
durante toda la semana posterior al Golpe, desaparecido con su auto, hasta el día de hoy.
Escribo también este testimonio porque a los 50 años del golpe sangriento que nos cambió
la vida y la historia, no podemos olvidar, si queremos que en nuestro querido país, Chile,
podamos algún día decir con seguridad: NUNCA MAS!!!
Agradezco con estas líneas a mi queridísimo marido Eric que me ha acompañado y sostenido
todos estos 45 años y mis 3 hijos amados Javiera, Gabriela y Alonso, que han sufrido la
consecuencia de muchas de mis secuelas, por todas las atrocidades recibidas.
Agradezco también a tantos, a muchos de ellos no nombrados y no por eso especiales en
esta historia, como mi amiga y compañera Dra. Rubi Maldonado, que quien representa a los
sin nombre en esta historia, pero no por eso muy importantes.
Pero un especial homenaje a mi querida tía Chinda, que sin su valiente y decidido arrojo, a
lo mejor no estaría escribiendo estas líneas y a mi queridísima hermana Ximena, que a sus
18 años se enfrentó a una dictadura sangrienta.
Con amor a todos ellos y a tantos: Lily

Agosto del 2023

Escrito por: Doctora Lidia Amarales