5 minutos con Jorge Lanata (Por Claudio Andrade)

31 de diciembre de 2024

Hace ya mucho tiempo que Jorge Lanata resignificó el oficio de ser periodista. Recuperó en los 90, durante la cínica década de los 90, el romanticismo por una actividad que ya comenzaba a extinguirse tal como la habíamos conocido.

Lanata recuperó para los soñadores de la palabra la pasión por escribir, por buscar y por ser, sí, un intelectual hecho y curtido en la calle.

En aquellos años ofreció una charla en un salón de Universidad de El Salvador y sin anestesia les dijo a los estudiantes de comunicación allí reunidos que haciendo lo que hacían estaban perdiendo el tiempo. Para él el oficio se aprendía en las esquinas de la vida y en las redacciones.

Poco después lo entrevistamos con Walter Magnani para una humilde publicación que hacíamos en esa misma universidad. Nos recibió alegre y apurado. Walter necesitaba un enchufe para el grabador sin pilas y él se ocupó de conseguirlo. Divertido, medio incómodo, paciente a pesar de todo. Los redactores y editores entraban y salían de su oficina para conquistar el mundo. Para conseguir datos que nadie más tenía.

Dijo mucho. Pero sólo recuerdo hoy una sentencia: si querés hacer algo realmente, si lo querés e insistís y no te rindes, lo conseguís. Que sale, sale.

Seguí al pie de la letra sus palabras y a lo largo del año 91, creo, lo llamé insistentemente para volver a encontrarlo y pedirle trabajo.

Miles de llamadas filtradas más tarde un día me recibió. “Tenés 5 minutos”, me advirtió cuando me senté en un sillón de su oficina tapada de basura, libros, diarios viejos y papeles al por mayor.

Sólo quiero trabajar aquí, le dije y desperté su carcajada. Me preguntó si había escrito algo y le respondí con un puñado de poemas que recibió y guardó no sin mirarlos por encima. Al final fue escueto: “si no te llama nadie esta semana es porque no hay un laburo, no soy bicicletero”, me explicó.

A los tres días alguien me avisó que tenía que reunirme con Rolando Graña para sumarme a la sección Cultura y Espectáculo. Entonces comenzó todo.

Lanata no sabía que al momento de reunirme con él me quedaban pocas fuerzas. El calendario marcaba mis 21 años y dormía donde podía, comía cada tanto y la realidad se me presentaba deformada, lenta y borrosa como la viven los borrachos crónicos.

Entré. Hice lo que pude.

Puede sonar medio tonto, pero alimenté mi carrera bajo la idea de no decepcionarlo. Cumplir el mito postrero de haber sido recibido por una leyenda para lograr algo que valiera la pena contar algún día. En alguna ocasión.

Este lunes 31 de diciembre pasaron varias horas antes de que me cayera encima el peso de su muerte. Ahora lo recuerdo bajo una gran tristeza.

Luego de aquel encuentro inicial apenas si lo volví a ver de cerca dos o tres veces más. Pasó el tiempo largo y sinuoso y alguna vez me llamaron de su programa de radio en Mitre por artículos que publiqué en Clarín. Es todo.

Tengo sus libros y conservé y perdí el Página/12 en “blanco” y el Página/12 “amarillo”. Amarillo/12.

Un productor y periodista me contó en General Roca, Río Negro, que había acudido, posiblemente en 1998, a un seminario donde Lanata mencionó dos casos de periodistas que habían entrado “por la ventana” a Página/12, es decir, de formas extrañas, una era la escritora Leila Guerriero, el otro yo. Me sorprendió que aun se acordara.

Como tantos jóvenes de entonces amaba sus columnas, su estilo alejado de las normas, su voz cuando narraba historias en el programa radial La hora 25.

Su talento me inspiraba, me alentaba a leer más cada día, me hacía desear la realidad que se cocinaba en los subtes, en las oficinas, en cualquier sitio.

Decía Lanata que saber cuándo una nota era una nota era un talento natural que no podía enseñarse. Lo tenías o no.

El Página/12 que conocí en Belgrano al 600, era una usina, un aleph y un galpón. Jóvenes muy jóvenes y plumas célebres se cruzaban en los pasillos.

Lanata se resistía a negarle la posibilidad de los sueños a esos que lo nombraban como depositario de su propio sentido de vida. De modo que la redacción resultaba también un rejunte de exiliados políticos de distintas nacionalidades e ignotos muertos de hambre con ínfulas como el que escribe estas líneas.

Recuerdo haberme ido a trabajar a la redacción sin comer, después de dormir en cualquier lado, un hotel de putas, una casa que se caía a pedazos. Y ahí estaba yo, perdido, apocado, rabioso, pulsando la tecla, queriendo ser como él a pesar de mi mismo.

Imagino que Página/12 era por entonces una proyección de su propia mente tanto en contenido como el cuerpo social que la constituía.

Estoy seguro que me llevaré al final de mis días la tarde en que esperaba en la vereda a que cumplieran las 17 horas para utilizar mis “5 minutos” lo mejor posible.

No lo impresioné, me enteré meses después a través de una amiga periodista que lo conocía bien, pero tuvo compasión y me dio el trabajo.

Escrito por: Claudio Andrade